Los últimos de Altamira

La expresión pictórica parece ser una de las más primitivas y espontáneas formas de comunicación del ser humano y una de sus muestras de espiritualidad más precoces. Antes de aprender a construir chozas y casas, los hombres ya pintaban en las paredes de las cavernas. Desde el fondo del Paleolítico nos han llegado las figuras esquemáticas, las manos en negativo o las representaciones asombrosamente realistas en las que nuestros antepasados plasmaron sus preocupaciones existenciales y, subsidiariamente, su sentido estético.

A partir de ese remoto Paleolítico, la necesidad de expresión mural ha acompañado al ser humano durante milenios, sea en los frisos de las mastabas egipcias y de las villas romanas o en los grandes frescos murales del Renacimiento. Sin embargo, el verdadero apogeo de la pintura rupestre y cavernícola estaba por llegar y vino acompañado de un invento minúsculo, pero trascendental: el espray. Gracias a él, la vieja pulsión creadora se ha exacerbado. No es lo mismo obtener pigmentos a partir de grasas y arcillas y aplicarlos trabajosamente mediante espátula o pincel que bajar al chino y comprar un espray. Si nuestros ancestros del Paleolítico hicieron tanto con tan poco, imaginemos lo que habrían hecho con una buena provisión de espráis: desde Altamira hasta Lascaux no quedaría una sola roca sin su bisonte o su ciervo. Pero, en el siglo XXI, sus herederos están dispuestos a recuperar el tiempo perdido y, aunque no se vistan con pieles —al menos durante el día, no sabemos si para su labor nocturna recuperan esa vieja indumentaria—, su entusiasmo supera todo lo anteriormente visto en materia de arte troglodita.

En el universo del grafiti, como en cualquier otra disciplina artística, hay categorías. A veces, en apartados túneles o remotos muros, coexisten discretas y bellas creaciones llenas de imaginación con mastodónticas e inexpresivas hileras de letras ilegibles. Lo habitual es que, tarde o temprano, la hilera ciclópea siga creciendo y sepulte bajo su peso la tímida y bella estampa realista. No niego que trazar esos despropósitos mayúsculos requiera cierta habilidad, pero ello no es justificación para tanto vandalismo reincidente como cubre nuestras paredes, incluidas las más antiguas y venerables. Si el mejor trompetista del mundo no tiene derecho a despertar a todo el bloque a las 4 de la madrugada, tampoco el mejor grafitero del barrio tiene licencia para volver estrábicos a los viandantes con sus megaletras de pesadilla.

De haber vivido en nuestra época, Quevedo no habría podido sustraerse a la omnipresencia de las letras vandálicas como fuente de inspiración para su soneto más célebre. La palabra "muros" es hoy ya indisociable del concepto "pintadas", vínculo semántico que un conceptista como Quevedo no habría dejado pasar por alto. El resultado podría haber sido algo así:

Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo limpios, ya a perder echados,
de letras colosales mancillados
con gran nocturnidad y alevosía.

Salíme al campo, vi que allí seguía
tendida sobre tapias y cercados
para estudio de reses y ganados
la bárbara y feroz caligrafía.

Entréme en territorios urbanitas,
y donde puse mis ojos ya enfermos
hallé el mismo renglón elefantino

de mayúsculos rompe... cabecitas
trazados por enormes paquidermos
con espráis comprados en el chino.



Apoyo gráfico


Tapia de El Pardo

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La vieja tapia de El Pardo, mandada construir por Fernando VI a mediados del siglo XVIII, podría parecer a salvo de incursiones grafiteras debido a su lejanía de los centros urbanos, pero su lamentable estado demuestra que nunca hay que subestimar la tenacidad del genio primitivo.


Acueducto del Sotillo

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Arriba, el acueducto del Sotillo, del Canal de Isabel II, tal como lo fotografió Charles Clifford a mediados el siglo XIX. Debajo, el acueducto en su estado actual: los grafitis cavernarios impregnan sus viejos ladrillos porosos, otrora símbolo de progreso y modernidad.


Santuario de Nuestra Señora de Valverde

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El cercano Santuario de Nuestra Señora de Valverde, construido en el siglo XVIII, tampoco se ha librado de las acometidas de la idiocracia generacional.