Eurastenia

Un aforismo generalmente aceptado establece que "la historia siempre se repite". Igualmente válido, e incluso más atinado, podría ser su contrario, ya que la historia, si se repite, es de forma aproximativa, pero jamás idéntica. La historia del Imperio Romano es única y no se ha repetido nunca. Como tampoco se ha repetido la historia de Esparta o de Atenas. Por eso es arriesgado emitir diagnósticos facultativos o predicciones clínicas sobre la actual neurastenia europea. Además, según nos enseña Nassim Taleb, siempre existe la posibilidad de que surja un cisne negro que cambie abruptamente el curso de los acontecimientos. Con ese cisne detrás de la oreja, reconozco que meterse a curandero en este caso es harto pretencioso y osado. Pero uno no puede contemplar sin aprensión el panorama (o más exactamente, el eurorama) que tiene ante sí.

Dicho lo cual, y sin perder de vista todas esas precauciones, me temo que Europa atraviesa una fase de astenia (estado de apatía, fatiga o cansancio inexplicable, según los diccionarios) que se traduce en la gran parsimonia y flojedad —quizás parálisis— de su proceso integrador. En la patogénesis destacan, como factores principales, el nacionalismo y el babelismo, que son dos caras de la misma moneda: por un lado, el renacer de los nacionalismos (causado en buena medida por la política migratoria, o la falta de ella); por otro lado, el desglose plurilingüe y la falta de un idioma común que acorte la distancia entre los líderes europeos y la ciudadanía. No estoy hablando de política ni de maniobras de corto plazo, sino de lentas, pero tenaces, derivas históricas. Desde mi burbuja futurista, sigo prestando oídos y crédito a la premonición de Victor Hugo ("Un jour viendra...") y soñando con los Estados Unidos de Europa.

En varios países europeos, la llegada irregular, masiva e inasimilable de inmigrantes ha revitalizado los nacionalismos, que ofrecen a sus electores el escudo contra la inmigración ilegal que Europa no ha sabido enarbolar. Es irónico y a la vez triste que sean los nacionalismos euroescépticos los que traten de salvar a Europa de sí misma. Es también el precio de la pusilanimidad con que se ha acometido el proyecto unionista, por ahora limitado al nivel burocrático o poco más. Si una Europa monolítica hubiera sido capaz de gestionar la inmigración de forma coherente y racional, en lugar de ceder al caos emocional, los nacionalismos no estarían ahora alimentando el antieuropeísmo y la desunión.

Detrás de los nacionalismos, incluso de los nacionalismos proeuropeos, están los idiomas, nuestra particular torre de Babel. En términos históricos, nacionalismo e idioma suelen ocupar territorios superpuestos. Poco importa que la nación haya consolidado el idioma o que sea el idioma el que ha permitido reconocerse a los hablantes como compatriotas. El hecho es que los idiomas son fronteras y barreras naturales, y los europeos no serán verdaderos conciudadanos hasta que logren entenderse en un idioma común, al margen de la capacidad de supervivencia que tengan las distintas lenguas locales. Las circunstancias históricas designan, como mejor opción para el entendimiento común, el inglés, que además sirve de puente con el resto del mundo. Es lástima que el Reino Unido, principal valedor de ese idioma en Europa, haya sido el primero en abandonar el barco. Pero la democracia y la participación requieren un diálogo directo y fluido. Casi con toda seguridad, los Estados Unidos de América no existirían si en su actual territorio —y en sus instituciones—, en lugar de esa lengua común, se hablaran veinticuatro. Mientras que el lema estadounidense "E pluribus unum" refleja una realidad, su apógrafo europeo "Unida en la diversidad" es básicamente un ejercicio de voluntarismo.

Más que promover una lengua común, la Unión Europea ha favorecido el babelismo y ha adoptado incluso una Carta Europea de las lenguas regionales o minoritarias para proteger la diversidad idiomática, que considera un valioso activo cultural. Imaginemos que los romanos hubieran hecho la misma labor de protección del acervo lingüístico prerromano, y que ahora utilizáramos 40 lenguas en la Península Ibérica, 30 lenguas en Italia y otras tantas en Francia. ¿Qué clase de riqueza sería esa y cuál sería el interés en preservarla? ¿Qué enriquece más, la comunicación o el aislamiento? Y ya puestos a especular, ¿seríamos incluso más ricos si habláramos un idioma distinto en cada comarca, e inmensamente ricos si el desglose lingüístico llegase a cada barrio o aldea? Mucho más ventajosa fue la uniformidad que, en el siglo IV de nuestra era, permitió a la monja Egeria recorrer el Imperio Romano de extremo a extremo, desde Galicia hasta el Eúfrates, sin hacer uso de otro idioma que el latín. Si Roma hubiera aplicado la política lingüística de la UE, Egeria habría tenido que realizar su viaje acompañada de una legión... de intérpretes.

Por si fuera poco, para completar el cuadro clínico de nuestra neurastenia, y retomando la cuestión de la inmigración, hay que tener presente el factor demográfico: la población europea envejece, disminuye y se debilita mientras a su alrededor prosperan demográficamente los países de origen de esa inmigración. La llegada de inmigrantes sería una forma de compensar nuestra fragilidad demográfica si se gestionara de forma organizada en función de las necesidades europeas, pero no es el caso. Como siempre nos queda la esperanza de que surja algún cisne negro, no me abono sin reservas a la teoría del gran reemplazo. Pero tampoco la creo tan descabellada como para despacharla con los típicos adjetivos de conspiracionista o neonazi. Conviene tener presente el principio de Pareto, según el cual el 80% de los efectos proviene del 20% de las causas. O expresado en términos sociológicos: una minoría fuerte y decidida puede cambiar el rumbo de la historia, como ha ocurrido tantas veces. Sobre todo, si enfrente tiene un paciente eurasténico que se autoengaña con igualismos, angelismos, panfilismos y otros bellos espejismos.