Emocracia en Emotilandia

Juan va comiendo un bocadillo por la calle y llega Pedro y se lo arrebata. ¿Tiene Pedro derecho a obrar así, aun cuando argumente que está más hambriento o más flaco que Juan? ¿Y si, en lugar del bocadillo, le quita la cartera alegando que es más pobre o está más endeudado? ¿Y si se trata de la moto o del coche, tiene Pedro derecho a quitarle las llaves a Juan y salir acelerando?

Mi impresión es que, en los casos mencionados, todo el mundo está de acuerdo en censurar el comportamiento de Pedro, tipificarlo como robo y exigir la restitución de lo robado. Digamos que, en tales casos, el derecho natural sigue vigente.

Lo sorprendente y contrario a toda lógica es que, si las fechorías de Pedro aumentan de escala, parte de la ciudadanía empieza a mostrarse comprensiva con el infractor. Por ejemplo, en ciertos nichos ideológicos, la actividad de la okupación está adquiriendo un discreto prestigio social. En Europa, en apenas tres décadas, el comportamiento okupa ha pasado de ser algo inconcebible e inadmisible a beneficiarse de cierta indulgencia política y judicial que, si se cumplen determinadas condiciones, culmina en el derecho de inviolabilidad del domicilio okupado, sin importar que tal derecho se haya adquirido ¡mediante la violación previa de ese domicilio!

Esa benevolencia hacia el fenómeno del allanamiento ilegal de viviendas parece intervenir también cuando los inmigrantes ilegales irrumpen en Europa por las bravas. Las autoridades europeas son comprensivas y tolerantes con la inmigración ilegal, y al igual que ocurre en el caso de los okupas, la infracción de la ley pasa a ser fuente de derechos. Aquí se produce un claro choque entre la razón y la emoción, y gana la segunda. La democracia degenera en emocracia.

Es natural compadecerse de los inmigrantes que llegan por mar cubiertos de llagas físicas y morales. Cómo no apiadarse ante la pobreza que empuja a tantas personas a hacinarse en una patera —previo pago del atroz pasaje— para buscar un futuro mejor en Europa. Sin duda, la mayoría de los que llegan en esos precarios cayucos son excelentes personas, dotadas además de gran coraje e intrepidez, y tratan de cumplir lo mejor que pueden los preceptos de su cultura y su religión (en muchos casos, incompatibles con los nuestros, todo sea dicho). A nivel emocional, sentimental y humanitario no podemos distanciarnos de ese problema. Pero las soluciones a los problemas no dependen del torrente de emociones que esos problemas generen, sino de la racionalidad de las medidas que se adopten para darles respuesta.

Hacia 1950, cuando los primeros españoles empezaban a hacer las maletas y buscar trabajo en otros países más ricos y necesitados de mano de obra barata, el PIB per capita de Suiza —uno de los destinos preferidos de nuestros emigrantes— cuadriplicaba con creces el PIB per capita de España . En aquellos tiempos, muchos de nuestros padres y abuelos emigraron a países europeos más ricos que necesitaban mano de obra seria y responsable. El beneficio fue recíproco, pues nuestros emigrantes contribuyeron a impulsar las economías de los países de acogida, y las remesas de divisas que enviaban regularmente a España fueron un considerable estímulo para la economía española. Por entonces, todos nuestros emigrantes llegaban a los países de destino por cauces legales, y nadie en los países de salida o de llegada hubiera pensado que esas personas tenían derecho a la entrada irregular. Podríamos decir que todas esas corrientes migratorias desde países más pobres hacia países más ricos obedecían a principios económicos racionales, y el resultado de esos desplazamientos basados en la razón y en el respeto de la ley fue el beneficio recíproco.

En la actualidad, el PIB per capita de los principales países europeos receptores de inmigrantes se halla en una situación similar respecto de países africanos como Egipto, Libia, Kenia, Gabón, Nigeria o Túnez , y supera con creces esa proporción respecto de otros países de África. Como ocurrió en su momento en el caso español, muchos ciudadanos de esos países quieren establecerse en Europa, pero ahí se acaban los paralelismos. Al contrario de lo que pensaban nuestros padres y abuelos, los nuevos inmigrantes se creen con derecho a entrar ilegalmente en Europa, y al contrario de lo que pensaban los europeos de entonces, los de ahora —o al menos muchos de ellos— creen que esa entrada ilegal es moralmente legítima. Los principios racionales han sido sustituidos por el caos emocional. El resultado es claramente perjudicial para los países europeos y no mejora la situación de los países africanos.

Por otra parte, si la entrada por asalto confiere derechos de establecimiento legal y percepción de ayudas, ¿cómo negar esos derechos a quienes soliciten la entrada por cauces legales? Para ser coherente, el buenismo predominante debería abrir de par en par las puertas de Europa. Además, esa política de puertas abiertas casaría muy bien con nuestras políticas de género y haría posible la llegada de hombres y mujeres en proporciones similares, ya que la testosterona sigue siendo un factor determinante a la hora de meterse en un cayuco y arrostrar los peligros de la travesía como privilegio exclusivamente masculino.

Por supuesto, Europa debe ayudar a los países africanos, por imperativo moral y por interés propio a largo plazo. Pero debe hacerlo de forma racional y ordenada, por ejemplo, mediante acuerdos bilaterales sobre inmigración basados en la oferta y demanda de empleo y a través de ambiciosos programas de formación en los centros de enseñanza europeos y africanos. Lo que no parece razonable es legitimar, sobre una base puramente emocional, las entradas ilegales masivas y, con ello, alentar y promover nuevas oleadas de inmigración ilegal, y también más naufragios en el Mediterráneo. Obtener una recompensa emocional inmediata o aplicar una estrategia racional a largo plazo, esa es la diferencia entre el gobierno buenista y el buen gobierno. O somos Emotilandia, o somos Europa.